El Silencioso

Protocolo anti contaminación

Pobreza automotriz

El Silencioso | 708 Viernes, 30 de Diciembre de 2016

La progresía emergente tiene una enorme afición al prohibir. Un verbo que se ha convertido, por mérito propio, en una de las grandes palancas del cambio que proponen. Es sencillo: si algo no gusta, se prohíbe y ya está. Aquí ya no se relativiza.

[Img #5961]Claro que este afán prohibicionista genera no pocas contradicciones. Ahora resulta que el coche, uno de los grandes iconos del estado de bienestar de la “gente”, tiene que prohibirse.  Además, esta prohibición genera no pocas desigualdades, que penalizan casi siempre a los “de abajo”.

Los de arriba suelen tener varios coches, pueden cambiarlos fácilmente si necesitan combinar matrículas o pasarse a un eléctrico, tiene aparcamiento en casa y en el trabajo, algunos incluso chófer y otros tiran de  taxi. También pueden permitirse el lujo de pagar alguna multa de vez en cuando si es necesario. Es decir, tienen más capacidad de respuesta a cualquier tipo de prohibición.

Es evidente que los munícipes no se han puesto en el pellejo de la "gente" a la hora de poner en marcha medidas que generan un gran trastorno para la ciudadanía, inversamente proporcional a su nivel adquisitivo.

Estas medidas obligan a realizar cambios muy importantes en la vida cotidiana, especialmente en la de los menos pudientes.

Imaginemos una joven madre divorciada que vive en Lavapiés y que entra a trabajar en un polígono industrial de Getafe a las ocho de la mañana. Tiene un viejo utilitario, diésel y con matrícula par, que le deja su padre y que le permite llegar al trabajo en apenas 30 minutos. Como vive alquilada y el coche está a nombre de su padre, no ha conseguido permiso para aparcar en la zona SER, por lo que cada día su padre va con el coche a su casa y se queda con los dos niños que tiene. El primero va a la guardería y el pequeño se queda  con el abuelo.  Ella coge el coche y se va a Getafe. De vuelta, se produce una operación inversa. El padre, que vive fuera de la “almendra central”, se lleva el coche, así no hay problemas de aparcamiento, y hasta el día siguiente. Pero si ese día se pone en marcha el protocolo anticontaminación, su vida cambiará radicalmente y a peor. Como el padre sólo puede entrar con el coche los días pares o incluso ninguno, según sea el protocolo, ella tiene que salir de casa una hora y media antes –a las 6 de la mañana-, porque tiene que combinar el metro con dos autobuses y caminar 20 minutos para llegar al trabajo. Otro tanto tiene que hacer el padre, que tiene que ir caminando, porque el metro todavía no ha abierto, para llegar a casa de su hija antes de las 6. En casa de ésta, los niños tienen que cambiar sus horarios, se despiertan y desayunan antes, para luego esperar casi dos horas a que abran la guardería. Por la tarde, ella llega dos horas después de lo que llegaría en coche, mermando sus posibilidades de conciliación familiar y obligando al padre a esperar dos horas más antes de irse a su casa. Ella, agotada, solo quiere cenar algo y dormir, sin ganas ni tiempo de estar con sus hijos.

No sin mi coche

Desde los años 60 los españoles han soñado con tener coche, tenerlo o no tenerlo era como ser o no ser pobre. Su compra no ha dejado de incentivarse por dos motivos: por la golosa recaudación fiscal que permiten las “gasolinas” y por el peso creciente de la industria de automoción en la economía del país.  Se nos anima a tener coche y luego se nos prohíbe y se nos multa por usarlo.

Desde las primeras alertas por contaminación en ciudades como Madrid, no se ha hecho nada para evitar este fenómeno. Al contrario, a partir de los años 80 se favoreció el éxodo de ciudadanos y empresas hacia la periferia, completando la enorme población que ya vivía en las ciudades dormitorio nacidas con la emigración a la gran ciudad. Una periferia caótica, masificada y que sigue sin tener un sistema de transporte público suficiente.

Se organizó un ecosistema donde quien vive en la ciudad trabaja en la periferia y viceversa, en el que el uso del coche es fundamental. Un sistema que todavía se alienta desde las administraciones públicas.

En paralelo, poco se ha hecho para disuadir el uso del coche con otras alternativas aceptables. En la mayoría de los casos, se tarda el doble en llegar al trabajo utilizando el transporte público y éste no llega a todos los sitios, lo que obliga a caminar en el último tramo. Además, el transporte público no sirve cuando el trabajo obliga a visitar a una serie de clientes cada día, dispersos por la geografía periférica y urbana. Las restricciones de tráfico perjudican más al que tiene que salir que al que tiene que entrar, porque cerca de la ciudad todo es más fácil. En este punto, serían de enorme utilidad los llamados aparcamiento disuasorios. Yo solo conozco los que lo son por caros, que además están en el centro, y lo que hay en algunas estaciones de cercanías, pero no todo el mundo tiene un tren a su alcance. Llevamos décadas oyendo hablar de ellos pero siguen sin existir porque probablemente no son rentables para los que prohíben.

A la vista de estas circunstancias habría que considerar la creación de un colectivo sumido en una especie de “pobreza automotriz”, gente con dificultad para desplazarse al trabajo cuando se aplican los protocolos anticontaminación, y establecer una serie de medidas o beneficios que les permitan seguir siendo ciudadanos de primera.

Ya que cambiar de trabajo y buscarlo por código postal no es fácil, otra opción sería convertirles en teletrabajadores permanentes. Además, para reducir la contaminanción hay que conseguir que el conjunto de la población realice todas sus compras online, convirtiendo en "comercios sólo de barrio" los miles de tiendas, bares y restaurantes de Madrid. Claro que la mayoría acabaría cerrando por falta de clientela. Otro tanto ocurría con los restaurantes de menú de los polígonos industriales y parques empresariales. Como ven, no ha soluciones sencillas y la más fácil es prohibir.

 

 

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